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19 de febrero del 2020

TOLEDO Y GUADALUPE (II)

TOLEDO Y GUADALUPE (II)

Como complemento al informe presentado por esta Real Academia el pasado 5 de febrero, en el que mostrábamos nuestra preocupación sobre la posible separación del santuario de Guadalupe de la archidiócesis toledana, rompiendo así una vinculación histórica, cultural, devocional y religiosa que nació desde el momento mismo de la Reconquista de aquellas tierras, y que ha ido generando un rico patrimonio común, en sus más variadas expresiones, incluyendo el inmaterial, queremos ofrecer algunos datos más que avalan esa secular unión.

 

La vinculación de las tierras de los actuales arciprestazgos de Extremadura de la diócesis de Toledo con Toledo y Talavera surgió en la Edad Media, tras la conquista de dichos territorios a los musulmanes. Las tierras actualmente cacereñas formaron parte de la Tierra de Talavera, que, además de la comarca de La Jara incluían las del Valle del Ibor y el Campo Arañuelo; pertenecientes a la reina de Castilla, María de Portugal, esposa de Alfonso IX, ésta los cedió a los arzobispos de Toledo, que de este modo se convirtieron en señores temporales de la misma, a la vez que ejercían su jurisdicción espiritual sobre ella.

 

A poco de iniciarse el culto a la Virgen de Guadalupe, se erigió una pequeña iglesia. Ésta, a principios del siglo XIV, se encontraba en estado ruinoso, siendo mandada restaurar, a la vez que la otorgaba varios beneficios, por el rey Alfonso XI. El nuevo templo se incorporó, transformada en un edificio de estilo mudéjar toledano, al curato de Alía, en el arzobispado de Toledo. Tras la batalla del Salado, en 1340, y en cumplimiento del voto del rey, el santuario comenzó a crecer en importancia, siendo, entre otras cosas, emancipado, a nivel de jurisdicción civil, de Talavera, de quien dependía, pasando al priorato secular erigido por el rey, quien añadió, además, tierras del concejo de Trujillo. Ese mismo año de 1340, al tomar el rey Alfonso XI el patronazgo de la iglesia de Guadalupe y nombrar prior de la misma al cardenal Pedro Barroso, al escribir al arzobispo de Toledo para que confirmase el priorazgo a éste, señalaba que dicha iglesia de Guadalupe se hallaba en el arzobispado de Toledo. El rey se reservaba la presentación de los futuros priores, siendo la confirmación de los mismos función del arzobispo de Toledo. Poco después, el arzobispo Gil de Albornoz, en carta sellada en Santorcaz en 1348 indicaba el modo de proceder: cuando el priorazgo vacase, el rey debía presentar persona idónea al arzobispo de Toledo o si la sede estaba vacante, al cabildo toledano; bien uno u otro instituirían al prior. En la misma carta se mandaba al clérigo cura de Alía, “de nuestra diócesis”, diera posesión al presentado en esa ocasión por el rey, Toribio Fernández. A éste le sucedió el deán de Toledo, Diego Fernández, y a éste, Juan Serrano, futuro obispo de Sigüenza, quien llevó a la recién creada orden jerónima a Guadalupe. Al hacer entrega del priorazgo a la orden, el rey Juan I recordaba que estaba “sujeta a la iglesia mayor de Toledo”, a la vez que pedía al arzobispo y cabildo de Toledo que renunciaran a las rentas que tenían en la misma. Al realizarse la entrega del priorato a los jerónimos, encargada al arzobispo de Toledo, Pedro Tenorio, éste recordaba, en carta fechada en Alcalá el 1 de septiembre de  1389,  que quedaban a salvo, para él y sus sucesores, los derechos que tenían en Guadalupe tam lege diocesane quam lege jurisdictionis, como tenían en otros monasterios que le estaban sujetos en la diócesis. Antes de erigir el monasterio, fue consultado el cabildo de la catedral toledana, el 14 de enero de 1389,  el cual lo aprobó “a honra y provecho de la dicha iglesia de Toledo”, si bien suplicaba al arzobispo que de la instalación de la orden no se siguiese “al arzobispo y cabildo de la dicha iglesia de Toledo perjuicio ninguno”.

 

La vinculación de los arzobispos toledanos con el santuario siguió siendo estrecha a lo largo de los siglos. Las peregrinaciones se vieron favorecidas por actuaciones como la construcción del puente sobre el Tajo por el arzobispo Tenorio en 1383.  Cuando tras la supresión de los jerónimos  y la desamortización de Mendizábal la iglesia de Guadalupe se transformó en parroquia secular de la archidiócesis toledana, fue gracias a la labor de los párrocos, con la inclusión dentro del ámbito de las dependencias parroquiales de algunos ámbitos monacales, que se pudo preservar parte del patrimonio guadalupense, mientras que el resto de los edificios con su patrimonio mueble era vendido y dispersado. De este modo se pudieron conservar in situ tanto la colección de zurbaranes de la sacristía como las pinturas de Luca Giordano que decoran el camarín, así como ornamentos, orfebrería y documentos. La vida del monasterio pudo resurgir cuando en tiempos del cardenal Sancha se instalaron los franciscanos, que iniciaron una benemérita labor de restauración del edificio y del patrimonio del santuario. Los arzobispos de Toledo prosiguieron la labor de promoción, constituyendo un hito la coronación canónica realizada por el cardenal Pedro Segura en 1928, con la presencia del rey Alfonso XIII y del nuncio Federico Tedeschini.

 

Durante el pontificado del cardenal Pla y Deniel, en 1955, el santuario fue elevado a la condición de basílica. Y ya en tiempos más recientes, el cardenal González Martín, además de enriquecer el patrimonio artístico del monasterio con el depósito de los tres grecos procedentes de la antigua parroquia de Talavera la Vieja, pertenecientes al arzobispado toledano, impulsó el mismo gracias a la visita apostólica del papa Juan Pablo II y las peregrinaciones diocesanas, especialmente de jóvenes, dentro de lo que podríamos denominar patrimonio religioso, inmaterial, que forma parte esencial de la realidad guadalupense.

 

En relación al resto de los actuales arciprestazgos, conviene resaltar, una vez más, que su estrecha vinculación con Toledo proviene del momento inmediato de la reconquista. Lo que hoy, con un término creado en el siglo XIX, se denomina Siberia extremeña, hasta ese momento era incluido en los Montes de Toledo y designado como tal. El territorio de los Montes de Toledo, tal y como recogió Pascual Madoz, perteneció al cabildo de la Catedral de Toledo, en parte por compras, en parte por donaciones reales y por la fundación de una memoria de Alfonso Téllez, que a su vez los había obtenido de Alfonso VIII. Permutados con el rey Fernando III durante el pontificado de Rodrigo Jiménez de Rada, en 1243, el monarca los vendió al concejo de Toledo, el año 1246, y dependiendo del mismo estuvo hasta comienzos del siglo XIX. La vinculación había surgido desde la inmediata reconquista del territorio a los almohades  en tiempos de Rodrigo Jiménez de Rada, cuando se conquistó el castillo de Capilla, del que en su De rebus Hispanie el arzobispo define como “perfectamente defendido en la diócesis de Toledo”; dicha toma tuvo lugar en 1226.

 

La inclusión de todas estas tierras, tanto cacereñas como pacenses, en la región de Extremadura, no se realizó sino en el siglo XIX. Hasta ese momento, tal y como muestran los diferentes mapas de la época, se consideraban parte de Castilla. Sólo su incorporación a las provincias civiles de Cáceres y Badajoz, tras la creación del sistema provincial por Javier de Burgos en 1833, hizo que se consideraran extremeñas. Conviene recordar que la organización en provincias atendía tan sólo a criterios de eficiencia administrativa, tomando como modelo el sistema departamental francés, y no atendía principalmente a las viejas demarcaciones históricas.

 

El modelo de identificación de las diócesis con las provincias es también relativamente reciente. Tuvo su origen en la Revolución francesa, cuando se pretendió, dentro de un proyecto galicano y regalista, homogenizar con la administración civil la eclesiástica, suprimiendo antiguas diócesis y archidiócesis, y haciéndolas coincidir con los departamentos. Este modelo trató de implantarse en España durante el reinado de José Bonaparte, reformando la organización diocesana a la vez que se transformaba la administración civil copiando la organización de Francia. La derrota napoleónica impidió su realización. Tras el concordato de 1851, algunas de las nuevas diócesis erigidas, como Madrid o Ciudad Real, se identificaron con las homónimas provincias civiles, pero en otros casos, como la erección de la diócesis de Vitoria, no se siguió esta pauta, sino que se desgajaron de la diócesis de Calahorra-La Calzada las tres provincias vascas, que permanecerían unidas hasta 1949, cuando se erigieron las diócesis de Bilbao y San Sebastián. A principios del siglo XX, en el marco de reforma concordataria, se propuso la supresión de algunas diócesis, y el traslado de las sedes a las capitales de provincia. Esto generó un fuerte movimiento de protesta en muchas pequeñas diócesis. El proyecto de reforma concordataria fracasó y no hubo nuevos intentos de cambio hasta después del concordato de 1953. Tras éste se produjo la mayor transformación de los límites diocesanos españoles de la historia, con la uniformización de muchas diócesis con su provincia. Sin embargo, no se llegó a la plena y total identificación, como ocurrió con la diócesis de Plasencia, que se extiende por tres provincias –Salamanca, Cáceres y Badajoz-, o Santiago – provincias de A Coruña y Pontevedra-, a la vez que se mantuvo la existencia de varias diócesis en la misma provincia, como Lérida, que incluye Seo de Urgel, Lérida, Solsona y Tarragona. Tras la separación Iglesia-Estado que trajo la llegada de la democracia, con una plena libertad por parte de la Iglesia para erigir o modificar los límites diocesanos, algunas antiguas provincias, como Madrid o Barcelona, fueron desmembradas en varias diócesis, para mejor atención pastoral. Por todo ello se deduce que la identificación diócesis-provincia no sólo ha sido excepcional a  lo largo de la reciente historia de España, sino que, además, está supeditada, en un estado aconfesional, a los intereses pastorales de la propia Iglesia.

 

Sirvan todos estos datos para avalar, desde el máximo respeto a quien compete tomar la decisión última, nuestro criterio estrictamente histórico y de defensa del patrimonio común, tanto material como inmaterial, sobre la inconveniencia de romper estos estrechos lazos seculares.

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